OJO...¡DE NUEVO LA AMENAZA TOTALITARIA!
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Con la admiración que profeso desde los tiempos de la primera Defensoria del Pueblo, por el profesor Madrid-Malo Garizabal, republico este texto aparecido en la versión impresa de EL CATOLICISMO -excelente por cierto- pero disponible digitalmente en http://www.elcatolicismo.com.co/pag5131.pdf
LIMITES DE LA ESTRATEGIA ANTI TERRORISTA
Por Mario Madrid-Malo Garizábal; Abogado y Profesor universitario youes1@gmail.com
El arzobispo Celestino Migliore, observador permanente de la Santa Sede een las Naciones Unidas, advirtió ante la Asamblea General de esa organización que “la estrategia antiterrorista no debe sacrificar los derechos humanos en nombre de la seguridad”.
La advertencia del diplomático pontificio es oportuna. Continuamente se oyen voces que censuran las injustas medidas adoptadas en muchos lugares del mundo para prevenir y reprimir el terrorismo.
En desarrollo de esas medidas, de inocultable cariz totalitario, se han lesionado grave mente los derechos y libertades de millones de personas.
Desde el 11 de septiembre de 2001, fecha de los criminales atentados en los E.E.U.U., se ha ido expandiendo en Europa y en América la temible tesis de que para proteger a sus ciudadanos de la violencia terrorista los gobernantes pueden, a su antojo, omitir el cumplimiento de su obligación primaria de respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de todas las personas sujetas a su jurisdicción. Si dicha tesis llega a tener aceptación universal, la humanidad asistirá a un resurgimiento del totalitarismo.
Todo Estado tiene el derecho (y el deber) de impedir la ejecución de actos terroristas, y de sancionar a los responsables de haberlos cometido. Sin embargo, las normas y los procedimientos aplicados con una y otra finalidad han de ajustarse siempre al orden moral objetivo. Para enfrentar el terrorismo no es lícito valerse de aquellas prácticas intrínsecamente perversas que se han empleado, por ejemplo, contra los prisioneros musulmanes de Guantánamo y Abú Ghraib.
La lucha contra la criminalidad terrorista debe desarrollarse dentro de un respeto absoluto por el derecho constitucional, el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario. Como bien lo señaló en 2001 el Consejo de Europa, esa lucha “tiene por objeto proteger los derechos fundamentales y la democracia, no socavarlos”.
Para infortunio de la familia humana, la “estrategia antiterrorista” desarrollada en varios países ha originado asesinatos, torturas, detenciones arbitrarias, injerencias ilegales en la privacidad, simulacros judiciales y condenas amañadas. Al incurrir en estas conductas delictivas las autoridades imitan a los terroristas en su desprecio por la dignidad de la persona, sujeto, razón y fin de las instituciones.
Según el Arzobispo Migliore, “las medidas antiterroristas y la protección de los derechos humanos no son objetivos contrastantes”. Otra cosa piensan algunos gobiernos que, con el pretexto de proteger el orden público, quebrantan, incluso, normas perentorias e inderogables del ordenamiento internacional. Para esos gobiernos todo vale a la hora de poner a los terroristas en situación de no poder causar más daños, y así logran que la primera víctima del antiterrorismo sea el sistema democrático.
El Estado no puede convertirse en delincuente para aplastar la delincuencia, ni subversivo para derrotar la subversión, ni terrorista para vencer el terrorismo. Si cae en tal extremo, se convierte en agresor injusto de sus ciudadanos y lesiona gravemente el bien común. Como lo recuerda la doctrina social de la Iglesia, la comunidad política se constituye para servir a la sociedad civil, no para violentar a las personas y a los grupos que la componen.
Nadie puede sentirse seguro en un país dentro del cual las autoridades privan arbitrariamente de la vida, torturan con fines inquisitivos o punitivos, encarcelan a quien les viene en gana, escuchan en forma subrepticia las comunicaciones telefónicas, penetran sin motivo justificado en los domicilios, celebran juicios amañados o condenan con base en pruebas deleznables. El derecho a la seguridad implica, ante todo, estar a salvo del abuso criminal del poder.
El más grande favor que un gobierno puede hacer a los violentos es emplear contra ellos medios injustificables. Esto no deben olvidarlo nunca los que en Colombia diseñan y desarrollan la política de “seguridad democrática”, en cuya aplicación no han faltado irregularidades y desmanes.
La advertencia del diplomático pontificio es oportuna. Continuamente se oyen voces que censuran las injustas medidas adoptadas en muchos lugares del mundo para prevenir y reprimir el terrorismo.
En desarrollo de esas medidas, de inocultable cariz totalitario, se han lesionado grave mente los derechos y libertades de millones de personas.
Desde el 11 de septiembre de 2001, fecha de los criminales atentados en los E.E.U.U., se ha ido expandiendo en Europa y en América la temible tesis de que para proteger a sus ciudadanos de la violencia terrorista los gobernantes pueden, a su antojo, omitir el cumplimiento de su obligación primaria de respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de todas las personas sujetas a su jurisdicción. Si dicha tesis llega a tener aceptación universal, la humanidad asistirá a un resurgimiento del totalitarismo.
Todo Estado tiene el derecho (y el deber) de impedir la ejecución de actos terroristas, y de sancionar a los responsables de haberlos cometido. Sin embargo, las normas y los procedimientos aplicados con una y otra finalidad han de ajustarse siempre al orden moral objetivo. Para enfrentar el terrorismo no es lícito valerse de aquellas prácticas intrínsecamente perversas que se han empleado, por ejemplo, contra los prisioneros musulmanes de Guantánamo y Abú Ghraib.
La lucha contra la criminalidad terrorista debe desarrollarse dentro de un respeto absoluto por el derecho constitucional, el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario. Como bien lo señaló en 2001 el Consejo de Europa, esa lucha “tiene por objeto proteger los derechos fundamentales y la democracia, no socavarlos”.
Para infortunio de la familia humana, la “estrategia antiterrorista” desarrollada en varios países ha originado asesinatos, torturas, detenciones arbitrarias, injerencias ilegales en la privacidad, simulacros judiciales y condenas amañadas. Al incurrir en estas conductas delictivas las autoridades imitan a los terroristas en su desprecio por la dignidad de la persona, sujeto, razón y fin de las instituciones.
Según el Arzobispo Migliore, “las medidas antiterroristas y la protección de los derechos humanos no son objetivos contrastantes”. Otra cosa piensan algunos gobiernos que, con el pretexto de proteger el orden público, quebrantan, incluso, normas perentorias e inderogables del ordenamiento internacional. Para esos gobiernos todo vale a la hora de poner a los terroristas en situación de no poder causar más daños, y así logran que la primera víctima del antiterrorismo sea el sistema democrático.
El Estado no puede convertirse en delincuente para aplastar la delincuencia, ni subversivo para derrotar la subversión, ni terrorista para vencer el terrorismo. Si cae en tal extremo, se convierte en agresor injusto de sus ciudadanos y lesiona gravemente el bien común. Como lo recuerda la doctrina social de la Iglesia, la comunidad política se constituye para servir a la sociedad civil, no para violentar a las personas y a los grupos que la componen.
Nadie puede sentirse seguro en un país dentro del cual las autoridades privan arbitrariamente de la vida, torturan con fines inquisitivos o punitivos, encarcelan a quien les viene en gana, escuchan en forma subrepticia las comunicaciones telefónicas, penetran sin motivo justificado en los domicilios, celebran juicios amañados o condenan con base en pruebas deleznables. El derecho a la seguridad implica, ante todo, estar a salvo del abuso criminal del poder.
El más grande favor que un gobierno puede hacer a los violentos es emplear contra ellos medios injustificables. Esto no deben olvidarlo nunca los que en Colombia diseñan y desarrollan la política de “seguridad democrática”, en cuya aplicación no han faltado irregularidades y desmanes.