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2015/05/31

escuelas de la #muerte; #paramilitares

19 MAYO 2015 - 10:52 PM en http://www.elespectador.com/noticias/paz/asi-reconstruyen-verdad-belen-de-los-andaquies-articulo-561465 
Investigación de la antropóloga forense Helka A. Quevedo

Así reconstruyen la verdad en Belén de los Andaquíes

El Centro Nacional de Memoria Histórica lanza el informe sobre las escuelas de la muerte que paramilitares montaron en el colegio y la curia de Puerto Torres, inspección de ese pueblo de Caquetá, en 2002. De 36 cuerpos hallados, hay nueve identificados.
Por: Gonzalo Sánchez G. /Director del Centro Nacional de Memoria Histórica.

Para ilustrar la dimensión de la tragedia en el municipio de Belén de los Andaquíes (Caquetá), El Espectador publica apartes del prólogo, escrito por Gonzalo Sánchez.
 
Textos corporales de la violencia es un ejercicio de memoria histórica que tiene como escenario un municipio de Caquetá: el “municipio con el nombre más bonito de Colombia”, dice la página web oficial de Belén de los Andaquíes. Pero estas líneas recogen, no obstante, una historia atroz: la que subyace a la exhumación de los 36 cuerpos hallados en Puerto Torres —una pequeña inspección del municipio— y que refiere parte de las acciones del Frente Sur Andaquíes del Bloque Central Bolívar de las Autodefensas Unidas de Colombia, que se instaló en el año 2000 en una población con poco más de 500 familias para crear lo que por su estructura y funcionamiento se ha denominado “escuela de la muerte”, un “lugar de acopio”, cuya existencia está atada a otras maneras de la violencia no menos infames: el confinamiento y amedrentamiento de la población, la tortura, el asesinato y la desaparición forzada de personas...

 
Una historia atroz
 
...La relatora de este informe, la antropóloga forense Helka Quevedo, presenta una sugerente fotografía del tronco de un árbol de mango cubierto de heridas diversas causadas por perforaciones de impactos de balas, por la acción del fuego o por el filo de machetes y cuchillos. A ese árbol de mango y a otros árboles del patio del colegio y de la casa cural de Puerto Torres eran amarradas las víctimas que el Frente Sur Andaquíes “reclutaba” en la región y recluía durante días en sus instalaciones, acusándolos de guerrilleros o colaboradores de la guerrilla, para torturarlos de múltiples maneras, sin pretender causarles una muerte rápida, sino con el propósito de usarlos para que los nuevos o recién llegados miembros del frente paramilitar aprendieran, y de paso demostraran, su “coraje” y aplicación en las técnicas de tortura y descuartizamiento, tras las lecciones que les habían sido impartidas por sus comandantes o miembros más experimentados.
 
Las escuelas de la muerte
 
En contraste con la locura desatada de la Violencia bipartidista, la violencia en Puerto Torres fue perversamente sistematizada, con el propósito de “hacer pedagogía”, en lo que es apenas uno de los casos de las escuelas del terror que existieron en Colombia como una de las manifestaciones desmesuradas de la violencia ocurrida durante el conflicto armado. El cuerpo de la víctima es un texto sufriente sobre el cual el perpetrador escribe un manual, una lección; la víctima misma es elegida con una alta dosis de azar. Según algunos de los testimonios que en este informe se recogen, ni siquiera se pretende divulgar un mensaje de terror entre la población civil de la región —ya que las víctimas debían ser laboriosamente desaparecidas para no dejar huellas que propiciaran las denuncias de los ciudadanos, ni tener que responder ante las autoridades de la región. El propósito era mucho más instrumental: “acopiar” cuerpos que debían ser usados para la experimentación.
 
La antropología forense
 
Pero el cuerpo es también una narración, un “texto corporal de la crueldad” que puede ser descifrado por el antropólogo forense, quien lo lee como si estuviera escrito en lenguaje para ciegos, palpando delicadamente huesos y tejidos, días o meses después de ocurridos los hechos, como en el caso que se documenta en este informe, o años o décadas más adelante, como se ha evidenciado recientemente en España, tras casi un siglo de la caída sangrienta de la República. El sello del perpetrador, no obstante, no se borra con el paso del tiempo. Queda inscrito en el cuerpo que enuncia el sufrimiento al que fue sometido. De ese sufrimiento de tal modo “contado” por algunas de esas víctimas silenciosas se habla en este informe, a partir de la investigación judicial que en octubre de 2002 reunió a un grupo de funcionarios judiciales que respondieron a la denuncia de un informante; el informante se presentó un día ante el CTI de Florencia con una historia increíble por lo truculenta, para denunciar los crímenes que él había presenciado y quizá ayudado a perpetrar en Puerto Torres, y fue quien les señaló a los funcionarios los lugares en dónde podían encontrar las pequeñas fosas individuales clandestinas que demostrarían con creces la veracidad de su historia.
 
La exhumación
 
36 cadáveres fragmentados, rotos, mutilados, con evidentes huellas de tortura (con fuego, con aerosol, con armas cortopunzantes), fueron exhumados en octubre de 2002 de las pequeñas fosas individuales en las que fueron inhumados pero no sepultados, con el propósito de desaparecerlos y de enseñarles a los nuevos miembros del Frente a construir fácilmente las fosas para esconder con eficiencia los cuerpos que debían aprender a ocultar; los cadáveres se volvieron a inhumar como NN en el cementerio de Belén de los Andaquíes; 35 de ellos se exhumaron nuevamente en 2011 y uno de ellos, el cadáver 36, está perdido en el cementerio central de Florencia. Con ayuda de las versiones libres de algunos de los responsables de las muertes y desapariciones ocurridas en la región, en donde reconocieron los nombres de varias de sus víctimas fatales, y gracias a los informes forenses de ambas exhumaciones, se logró identificar a ocho de las víctimas; los investigadores del Centro Nacional de Memoria Histórica tuvieron contacto con los familiares de cuatro de ellas, quienes recibieron los restos en 2012, diez años después de ocurrida la primera exhumación. Uno de los miembros del grupo paramilitar, su comandante financiero, ha elaborado un cuadro como su aporte a la justicia en el que detalla la existencia de otras cientos de fosas individuales repartidas por el territorio.
 
La tortura
 
La tortura como una forma de victimización en el conflicto armado no ha sido estudiada en Colombia, aunque en nuestro país —como también es el caso de la desaparición forzada— ha alcanzado límites extremos. Sobra advertir el impacto negativo que este retardo en el esclarecimiento conlleva en materia de reparación a las víctimas. El uso de la tortura y los interrogatorios ilegales justificados como métodos de guerra y de inteligencia son parte de un proceso de deshumanización del enemigo “subversivo” o “guerrillero” o “terrorista” o simple colaborador, que es asumido como un peligro para la civilización occidental, capitalista y cristiana.
 
La tortura como método de producir información, proscrita desde los tiempos de la Inquisición y atenuada a partir de la Revolución Francesa, revivió en el siglo XX al abrigo de los campos de concentración nazis y de las guerras anticoloniales. Fue prohibida en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en cuanto “tratamiento o castigo cruel, inhumano y degradante”, pero la legislación humanitaria ha sido ignorada una y otra vez.
 
Durante la dictadura brasileña de los años sesenta, pionera en el continente, este “método científico” de producción de información fue institucionalizado y rutinizado para usarlo en contra de los movimientos sociales y los opositores políticos en las “aulas de tortura” de las guarniciones militares, en donde los cuerpos de los prisioneros eran instrumentalizados como conejillos de indias para enseñar a torturar; aprendizaje que luego sería llevado a otros países del Cono Sur. Estas técnicas siniestras recibieron el aplauso de las dictaduras del Cono Sur latinoamericano bajo el influjo adicional de la doctrina norteamericana de la seguridad nacional y la guerra fría, que generalizó el proyecto contrainsurgente a través de operaciones clandestinas de gran envergadura regional, como la trasnacional Operación Cóndor, en un reconocimiento de que la guerra antisubversiva no podía ganarse con métodos legales.
En Grecia, desde el golpe de Estado que instauró la Dictadura de los Coroneles en 1967, la tortura fue “parte integral de la maquinaria estatal para liquidar a la oposición”, como lo reportó en su momento Amnistía Internacional. En perspectiva, y por su amplia resonancia internacional, uno de los episodios decisivos y ejemplarizantes en la lucha contra los gobiernos represivos, propiciadores de la tortura, fue precisamente, con todos sus altibajos, el juicio contra los coroneles de la Junta Militar de Grecia en 1975.
 
En tiempos recientes la “tecnología de la tortura” dejó de ser monopolio de policías y fuerzas militares para convertirse en parte del repertorio sistemático de grupos privados de violencia organizada, como los paramilitares en Colombia, cuya dinámica y modus operandi se documentan en estas páginas. Pero aquí no se trata solo de obtener información o de exhibir el sufrimiento del otro. La tortura como práctica atroz es el camino cierto hacia la muerte. Anticipa y es parte del hacer morir, del hacer morir sufriendo. Más que una tecnología de la información, es lo que algunos llaman una “tecnología del dolor”.
 

El confinamiento
 
Paradójicamente, durante el proceso de paz del presidente Pastrana, al tiempo que se abrió una “zona de despeje” que entregó el norte del Caquetá al control de la guerrilla durante las negociaciones, el sur del Caquetá fue literalmente “tomado” por el paramilitarismo, por varios frentes cuyos miembros provenían de Urabá y de otras regiones del país. De tal manera, la región sufrió una nueva Conquista, que la dividió en dos, sin que se produjera un enfrentamiento entre ese norte “despejado” para la guerrilla y ese sur “tomado” por el paramilitarismo sino a través de la población civil que quedó en medio de tan funesto escenario.
 
Cuando los paramilitares arribaron a Puerto Torres, una inspección del municipio de Belén de los Andaquíes habitada por unas 500 familias, en donde no había guerrilla ni conflicto armado, en medio de la oscuridad, en una madrugada del año 2001 sus moradores fueron sorprendidos y despojados de la casa cural, del colegio en donde los jóvenes estudiaban y de algunas de sus casas. Incluso se les prohibió su desplazamiento. Los que lo hicieron tuvieron que abandonarlo todo y huir a escondidas, a riesgo de ser asesinados.
 
Los que no pudieron fugarse o no tenían a dónde ir, se vieron obligados a convivir con el sufrimiento de las víctimas torturadas, a las que desde sus casas podían oír lamentarse o gritar en el patio o los salones del colegio; algunos de ellos fueron obligados a “colaborar”, a “delatar” a otros, con lo cual se impuso un régimen del terror entre toda la población. Ese sufrimiento adicional de los habitantes de un lugar, que con la llegada de los funcionarios judiciales y la retirada del grupo paramilitar se transformó en un pueblo fantasma, es una afectación colectiva que no siempre es tenida en cuenta en la historia del conflicto armado del país. Helka Quevedo y su equipo de colaboradores dan luces en este informe acerca del confinamiento de la población a donde arriba un grupo armado, con la exposición detallada de este caso, en donde un caserío termina convertido “en un gran cementerio con iglesia, escuela y campo de fútbol” (para decirlo en palabras de la investigadora).
 
Desaparición forzada
 
Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo han conseguido”. Con estas palabras de Primo Levi (Si esto es un hombre) se puede condensar toda la infamia de la desaparición forzada, capaz de suspender la vida tanto como de suspender la muerte de sus víctimas directas. Las 26.000 personas arrebatadas por este delito en Colombia han sido condenadas a habitar una zona indeterminada entre la vida y la muerte. Pero lamentablemente son muchas más las víctimas a las que la desaparición forzada no solo ha privado de la libertad, sino que les ha quitado la vida, dándoles una muerte violenta y clandestina; y en esos casos, la infamia ha ido más allá, donde se creería que precisamente no se puede ir más allá: les quita a sus familiares la posibilidad de conjurar los rituales de la muerte, en el espacio (la tumba) y el tiempo (el duelo); suspende, entonces, su derecho a tener una muerte propia. El desaparecido que ha sido asesinado es alguien que no puede ser llorado, sobre su cuerpo, por sus dolientes. El desaparecido, en ese sentido, es alguien que no tiene su Piedad, esa imagen icónica de la madre dolorosa que llora a los pies de su hijo o se abraza a su cuerpo. La fosa hace parte del inventario de atrocidades con las cuales se pretende desaparecer un cuerpo humano; pero es también, para el familiar que ha esperado durante años conocer el paradero de su ser querido, el lugar y la posibilidad del encuentro con la verdad del desaparecido. El silencio que se ha guardado respecto a las miles de víctimas de desaparición forzada que han sido ejecutadas se expresa de manera resonante a través de las fosas y cementerios clandestinos. Por eso deben ser interpretados no solo a partir de lo que dicen, sino sobre todo por lo que pretendieron callar (aquello que no se ha denunciado, o que se denunció a medias).
 
El mapa del terror que van constituyendo las fosas halladas en todo el país, será un modo elocuente de expresar el relato de los vencidos en esta guerra.
 
El historiador, el antropólogo forense lee las fosas y restos humanos como un documento; debe interrogarlos porque registran el dolor de las víctimas y de sus historias truncadas; y porque denuncian la brutalidad de los victimarios. La exhumación es, entonces, un proceso de desenterrar la verdad en muchas formas. Sin embargo, la fosa es un texto volátil, y su lectura dura lo que dura el proceso mismo de la excavación. Y los restos humanos no son un documento cualquiera, pues a partir de estos no sólo se producen datos, sino ante todo emociones. Renombrar, devolverle el cuerpo a un desaparecido que ha sido asesinado, individualizar un cuerpo, individualizar un dolor, es una tarea de la memoria. 

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