23/11/08
Illustration: Guy Billout en http://www.motherjones.com/news/feature/2008/11/the-seven-deadly-deficits.html
Cuando el president George W. Bush asumió el cargo, el grueso de losdescontentos con unas elecciones robadas se consolaron con esta idea:dado nuestro sistema de controles y equilibrios políticos, ¿cuántodañó puede hacer? Ahora lo sabemos: mucho más de lo que podíanimaginar los peores pesimistas. Desde la guerra de Irak hasta elcolapso de los mercados crediticios, las pérdidas financieras apenasresultan concebibles. Y detrás esas pérdidas aún hay que contar lasoportunidades perdidas, todavía mayores.
Tomados de consuno los dineros despilfarrados en la guerra, losdineros despilfarrados en un esquema inmobiliario piramidal queempobreció a los más y enriqueció a unos pocos y los dineros que seesfumaron con la recesión, el hiato entre lo que podríamos haberproducido y lo que realmente produjimos fácilmente rebasará el billóny medio de dólares. Piensen lo que habría podido hacerse con esa sumapara proporcionar asistencia sanitaria a quienes carecen de seguromédico, para mejorar nuestro sistema educativo, para desarrollartecnologías verdes… La lista es infinita.
Y el verdadero coste de las oportunidades perdidas es todavía mayor.Piensen en la guerra. Están, para empezar, los fondos directamenteasignados a ella por el gobierno (unos 12 mil millones de dólaresmensuales, y eso aceptando las estimaciones confundentes de laadministración Bush). Pero es que son mucho mayores todavía, como hadocumentado en su libro La guerra de los tres billones de dólaresLinda Bilmes, de la Kennedy School, los costes indirectos: lasremuneraciones que han dejado de ganar los heridos o los muertos o laactividad económica desplazada (de, pongamos por caso, gastar enhospitales norteamericanos a gastar en empresas nepalesas deseguridad). Esos factores sociales y macroeconómicos podrían llegar amontar más de 2 billones de dólares en el cómputo total de los costesde la guerra.
Pero hay un haz de luz en esos negros nubarrones. Si logramos zafarnosde la pesadumbre, si conseguimos pensar más cuidadosa y menosideológicamente sobre la manera de robustecer nuestra economía y hacerde la nuestra una sociedad mejor, tal vez podamos adelantar algo en elplanteamiento y solución de los enconados problemas que venimosarrastrando.
El déficit de valores.- Uno de los puntos fuertes de Norteamérica essu diversidad, y siempre ha habido una diversidad de puntos de vistaincluso respecto de nuestros principios fundamentales (la presunciónde inocencia, el mandato de habeas corpus, el imperio de la ley). Pero–o eso creíamos, al menos— quienes discrepaban de esos principiosconstituían una pequeña franja marginal, fácilmente ignorable. Ahorahemos aprendido que esa franja no es tan minúscula y que, entre susmiembros, se cuentan el actual presidente y los dirigentes de supartido. Y esa división en los valores no podía haber llegado en peormomento. Percatarse de que podríamos tener menos en común de lo quepensábamos puede dificultar la resolución de problemas que tenemos queencarar juntos.
El déficit climático.- Con ayuda de cómplices como ExxonMobil, Bushtrató de persuadir a los norteamericanos de que el calentamientoglobal era una ficción. No lo es, y hasta la administración haterminado por admitirlo. Pero no hicimos nada durante ocho años, y losEEUU contaminan más que nunca; un retraso que pagaremos carísimo.
El déficit de igualdad.- En el pasado, aun si los que estaban abajorecibían pocos, si alguno, de los beneficios de la expansióneconómica, la vida se percibía como un sorteo equitativa. Lashistorias de quienes se hacían a sí mismos eran parte de las señas deidentidad norteamericanas. Pero la vieja promesa de Horatio Alger suena hoy falsa. La movilidad ascendente se ha hecho cada vez másdifícil. Las crecientes divisiones de ingreso y de riqueza han sidoreforzadas por una legislación fiscal que premia a los afortunados enla azarienta lotería de la globalización. Destruida aquellapercepción, será todavía más difícil encontrar una causa común.
El déficit de responsabilidad.- Los reyezuelos del mundo financieroestadounidense justificaban sus astronómicas remuneraciones apelando asu pretendido ingenio para generar grandes beneficios, supuestamentederramados sobre el país entero. Ahora, los reyes andan desnudos. No supieron gestionar el riesgo; antes bien, sus acciones exacerbaron elriesgo. El capital no fue correctamente asignado; se malgastaroncentenares de miles de millones, un nivel de ineficiencia mucho mayorque el que la gente se ha acostumbrado a atribuir al Estado. Sinembargo, los reyezuelos se largaron con centenares de millones dedólares de los contribuyentes, de los trabajadores, y el conjunto dela economía tuvo que pagar la cuenta.
El déficit comercial.- En el curso de la pasada década, el país havenido tomando préstamos a gran escala en el extranjero: sólo en 2007,unos 739 mil millones de dólares. No es difícil descubrir por qué: conun gobierno incurriendo en enormes deudas y unos hogaresnorteamericanos sin apenas capacidad de ahorro, no había otro sitiodonde pedir. Los EEUU han estado viviendo de dinero y de tiempoprestados, y ha llegado la hora del vencimiento. Acostumbrábamos a darlecciones de buena política económica a los demás. Ahora los demás separten de risa a nuestras espaldas, y de cuando en cuando, hasta nosdan lecciones. Hemos tenido que ir a mendigar a los fondos soberanosde riqueza (la riqueza excedente que otros gobiernos han acumulado yque pueden invertir fuera de sus fronteras). Retrocedemos ante la ideade que nuestro gobierno se haga con un banco, pero parecemos aceptarde grado la idea de que los gobiernos extranjeros puedan convertirseen accionistas de referencia de algunos de nuestros bancos másemblemáticos, instituciones cruciales para nuestra economía. (Tancruciales, en efecto, que hemos dado un cheque en blanco a nuestroTesoro para rescatarlas.)
El déficit fiscal.- Gracias, en parte, a un gasto militardesapoderado, en sólo ocho años nuestra deuda nacional se haincrementado en dos tercios, pasando de 5,7 billones a más de 9,5billones de dólares. Pero, por espectaculares que resulten, esosnúmeros subestiman por mucho las verdaderas dimensiones del problema.Aún tienen que presentarse a cobro muchas facturas de la Guerra deIrak, incluidas las que incorporan los costes de asistencia a losveteranos heridos, y esas facturas podrían representar unos 600 milmillones de dólares. El déficit federal de este año probablementeañadirá otro medio billón a la deuda nacional. Y todo eso, sin contarcon los dineros desembolsados por la Seguridad Social y por Medicarepara asistir a los baby boomers.
El déficit de inversión.- Las cuentas del Estado son distintas de lascuentas del sector privado. Una empresa que tome dinero prestado pararealizar una buena inversión verá su balance contable mejorado, y susejecutivos serán aplaudidos. Pero en el sector público no hay balancecontable, y por lo mismo, demasiada gente se centra miopemente en eldéficit. En realidad, las inversiones públicas sabias proporcionanretornos mucho más elevados que la tasa de interés que el Estado pagapor su deuda; a largo plazo, las inversiones ayudan a reducir losdéficits. Recortar esas inversiones es proceder al modo del ahorradorde salvado y desperdiciador de harina, como pudo verse con los diquesde Nueva Orleáns y con los puentes de Mineápolis.***
Más allá de la simple incompetencia, hay dos posible hipótesis paraexplicar por qué los republicanos prestaron tan poca atención a lacreciente debacle presupuestaria. La primera es, sencillamente, queconfiaron en la teoría económica del lado de la oferta, en la creenciade que, de uno u otro modo, la economía crecería tanto con unosimpuestos bajos, que los déficits serían efímeros. Esa idea se harevelado como lo que es, una ilusión fantasiosa.
La segunda hipótesis es que, permitiendo un déficit cada vez máshinchado, Bush y sus aliados esperaban forzar una reducción del tamañodel Estado. Lo cierto es que la situación fiscal ha llegado a cobrarunas proporciones tan alarmantes, que muchos demócratas responsablesestán comenzando ahora a hacerles el juego a los republicanosempecinados en "asfixiar a la bestia pública", y llaman a un drásticorecorte del gasto público. Pero, preocupados como están los demócrataspor parecer demasiado tibios en materia de seguridad –y por lo mismo,resueltos a considerar sacrosanto el presupuesto militar—, resultaharto difícil recortar gastos sin cercenar las inversiones másimportantes para resolver la crisis.La tarea más perentoria del nuevo presidente será restaurar el vigorde la economía. Dado el volumen de nuestra deuda nacional, esparticularmente importante cumplir esa tarea de manera que semaximicen los resultados de cada dólar gastado, al tiempo que se atacaal menos uno de los déficits capitales. Los recortes fiscalesfuncionan –si funcionan— incrementando el consumo, pero el problema deNorteamérica es que padece un atracón de consumo; prolongar el atracónno hará sino posponer la solución de los problemas más profundos. Amedida que los ingresos se desploman, los estados y los municipiostendrán que hacer frente a restricciones presupuestarias, y a menosque se haga algo, se verán obligados a recortar el gasto, lo que nohará sino ahondar en el declive. A nivel federal, necesitamos gastarmás, no menos. Hay que reconfigurar la economía para adaptarse a lasnuevas realidades (incluido el calentamiento global). Necesitaremosmás trenes de alta velocidad y plantas energéticas más eficientes.Esos gastos estimulan la economía, al tiempo que sientan las basespara un crecimiento sostenible a largo plazo.Sólo hay dos formas de financiar esas inversiones: aumentar losimpuestos o recortar otros gastos. Los norteamericanos de ingresosaltos pueden perfectamente permitirse pagar más impuestos, y muchospaíses europeos han triunfado, no a pesar de tener una fiscalidadelevada, sino precisamente por tenerla: es lo que les ha permitidoinvertir y competir en un mundo globalizado.
Huelga decir que habrá resistencia al aumento de impuestos, de maneraque el foco de atención se moverá hacia los recortes. Pero nuestrosgastos sociales son ya tan esqueléticos, que hay poco que ahorrar. Enrealidad, descollamos entre las naciones industrializadas avanzadaspor lo inadecuado de nuestras protecciones sociales. Los problemas,por ejemplo, del sistema de asistencia sanitaria en los EEUU saltan ala vista: resolverlos no es sólo cuestión de mayor justicia social,sino también de mayor eficiencia económica. (Unos trabajadores mássanos son unos trabajadores más productivos.) Y eso deja sólo un áreaeconómica importante disponible para recortar gastos: la defensa.Nuestros gastos representan la mitad de los gastos militaresmundiales, con un 42% de los dólares del contribuyente que sedestinan, directa o indirectamente, a defensa. Incluso los gastosmilitares no bélicos se han disparado. Con tanto dinero gastado enarmamento inútil contra enemigos que no existen hay mucho margen paraincrementar la seguridad, al tiempo que se recortan los gastos endefensa.
La buena nueva en todo este horizonte de malas noticias económicas esque nos estamos viendo obligados a morigerar nuestro consumo material.Si lo hacemos de forma adecuada, eso ayudará a mitigar elcalentamiento global, y acaso contribuirá también a despertar laconsciencia de que un mayor nivel de vida también es más ocio, no sólomás bienes materiales.Las leyes de la naturaleza y las leyes económicas son implacables, yno perdonan. Podemos abusar de nuestro medio ambiente, pero sólo porun tiempo. Podemos gastar por encima de nuestros medios, pero sólo porun tiempo. Podemos gorronear a cuenta de nuestras inversiones pasadas,pero sólo por un tiempo. Ni siquiera el país más rico del mundo puedeignorar las leyes de la naturaleza y las leyes económicas, si no es endaño propio.
Joseph Stiglitz es profesor en la Universidad de Columbia, ganador delPremio Nobel de Economía en 2001 y coautor de The Three Trilliondollar War.
LA VERSION EN INGLES EN
http://www.motherjones.com/news/feature/2008/11/the-seven-deadly-deficits.html
The Seven Deadly Deficits
NEWS: What the Bush years really cost us, and how President Obama can get the economy back on track.
By Joseph E. Stiglitz
November/December 2008 Issue
When president George W. Bush assumed office, most of those disgruntled about the stolen election contented themselves with this thought: Given our system of checks and balances, given the gridlock in Washington, how much damage could be done? Now we know: far more than the worst pessimists could have imagined. From the war in Iraq to the collapse of the credit markets, the financial losses are difficult to fathom. And behind those losses lie even greater missed opportunities.
Put it all together—the money squandered on the war, the money wasted on a housing pyramid scheme that impoverished the nation and enriched a few, and the money lost because of the recession—and the gap between what we could have produced and what we did produce will easily exceed $1.5 trillion. Think what that kind of money could have done to provide health care for the uninsured, to improve our education system, to build green technology...The list is endless.
And the true cost of our missed opportunities is likely even greater. Consider the war: First there are the funds directly allocated to it by the government (an estimated $12 billion a month even according to the misleading accounting of the Bush administration). Much larger, as the Kennedy School's Linda Bilmes and I documented in The Three Trillion Dollar War, are the indirect costs: the salaries not earned by those wounded or killed, the economic activity displaced (from, say, spending on American hospitals to spending on Nepalese security contractors). Such social and macroeconomic factors may account for more than $2 trillion of the war's overall cost.
There is a silver lining in these clouds. If we can pull ourselves out of the malaise, if we can think more carefully and less ideologically about how to make our economy stronger and our society better, perhaps we can make progress in addressing some of our long-festering problems. As a road map for where to begin, consider the seven major shortfalls the Bush administration leaves behind.
the values deficit: One of the strengths of America is its diversity, and there has always been a diversity of views even on our fundamental principles—innocent until proven guilty, the writ of habeas corpus, the rule of law. But (so we thought) those who disagreed with these principles were a fringe, easily ignored. We have now learned that the fringe is not so small and includes among its numbers the president and leaders of his party. And this division of values could not have come at a worse time. The realization that we may have less in common than we thought may make it difficult to solve the problems we must address together.
the climate deficit: With the help of corporate accomplices such as ExxonMobil, Bush tried to persuade Americans that global warming was fiction. It is not, and even the administration has finally admitted as much. But for eight years we did nothing, and America pollutes more than ever—a delay that will cost us dearly.
the equality deficit: In the past, even if those at the bottom saw little or any of the gains from economic expansion, life was viewed as a fair lottery. Up-by-your-bootstraps stories are part of America's sense of identity. But today, the promise of the Horatio Alger legend rings false. Upward mobility is becoming increasingly difficult. Growing divisions in income and wealth are reinforced by a tax code that rewards those who have lucked out in the globalization sweepstakes. As that realization sinks in, it will be even harder to find common cause.
the accountability deficit: The moguls of American finance justified their astronomical compensation by their ingenuity and the great benefits it supposedly bestowed upon the country. Now the emperors have been shown to have no clothes. They did not know how to manage risk; rather, their actions exacerbated risk. Capital was not well allocated; hundreds of billions were misspent, a level of inefficiency much greater than what people typically attribute to government. Yet the moguls walked away with hundreds of millions of dollars while taxpayers, workers, and the economy as a whole were stuck with the tab.
the trade deficit: Over the past decade, the nation has been borrowing massively abroad—some $739 billion in 2007 alone. And it is easy to see why: With the government running up huge debts, and with Americans' household savings close to zero, there was nowhere else to turn. America has been living on borrowed money and borrowed time, and the day of reckoning had to come. We used to lecture others about what good economic policy meant. Now they are laughing behind our backs, and even occasionally lecturing us. We've had to go begging to the sovereign wealth funds—the excess wealth that other governments have accumulated and can invest outside their borders. We recoil at the idea of our government running a bank. But we seem to accept the notion of foreign governments owning a major share in some of our iconic American banks, institutions that are critical to our economy. (So critical, in fact, we have given the Treasury a blank check to bail them out.)
the budget deficit: Thanks in part to runaway military spending, in just eight short years our national debt has increased by two-thirds, from $5.7 trillion to more than $9.5 trillion. But as dramatic as they are, these numbers vastly understate the problem. Many of the Iraq War bills, including the cost of benefits for injured veterans, have not yet come due, and they could amount to more than $600 billion. The federal deficit this year is likely to add up to another half-trillion to the nation's debt. And all this is before the Social Security and Medicare bills for the baby boomers.
the investment deficit: Government accounting is different from that in the private sector. A firm that borrows to make a good investment will see its balance sheet improved, and its leaders will be applauded. But in the public sector there is no balance sheet, and as a result, too many of us focus too narrowly on the deficit. In reality, wise government investments yield returns far higher than the interest rate the government pays on its debt; in the long run, investments help reduce deficits. To cut them is penny-wise but pound-foolish, as New Orleans' levees and Minneapolis' bridge attest.
There are two hypotheses (besides simple incompetence) about why Republicans paid so little attention to the growing budget shortfall. The first is that they simply trusted in supply-side economics—believing that, somehow, the economy would grow so much better with lower taxes that deficits would be ephemeral. That notion has been shown for the fantasy that it is.
The second theory is that by letting the budget deficit balloon, Bush and his allies hoped to force a reduction in the size of government. Indeed, the fiscal situation has grown so scary that many responsible Democrats are now playing into the hands of these "starve the beast" Republicans and calling for drastic cuts in expenditures. But with Democrats worrying about appearing soft on security—and therefore treating the military budget as sacrosanct—it is hard to cut spending without slashing the investments most important to solving the crisis.
The most urgent task for the new president will be to restore the economy's strength. Given our national debt, it is especially important to do that in ways that maximize the bang for our buck and help address at least one of the major deficits. Tax cuts work—if they work—by increasing consumption, but America's problem is that we have been on a consumption binge; prolonging that binge just postpones dealing with the deeper problems. States and localities are about to face real budget constraints as tax revenues plummet, and unless something is done, they will be forced to cut spending, deepening the downturn. At the federal level, we need to spend more, not less. The economy must be reconfigured to reflect new realities—including global warming. We will need fast trains and more efficient power plants. Such expenditures stimulate the economy while providing the foundation for long-term sustainable growth.
There are only two ways to pay for these investments: raise taxes or cut other expenditures. Upper-income Americans can well afford to pay higher taxes, and many countries in Europe have succeeded because of, not despite, high tax rates—rates that have enabled them to invest and compete in a globalized world.
But needless to say, there will be resistance to tax increases, and so the focus will shift to cuts. But our social expenditures are already so bare-bones that there is little to spare. Indeed, we stand out among the advanced industrial countries in the inadequacy of social protection. The problems with America's health care system, for example, are well recognized; fixing them means not only greater social justice, but greater economic efficiency. (Healthier workers are more productive workers.) That leaves but one major area in which to cut—defense. We account for half of all the world's military expenditures, with 42 percent of tax dollars spent directly or indirectly on defense. Even nonwar military expenditures have soared. With so much money spent on weapons that don't work against enemies that don't exist, there is ample room to increase security at the same time that we cut defense expenditures.
The good news about today's bad economic news is that we're being forced to curb our material consumption. If we do it in the right way, it will help limit global warming and may even force the realization that a truly high standard of living might entail more leisure, not just more material goods.
The laws of nature and the laws of economics are unforgiving. We can abuse our environment, but only for a while. We can spend beyond our means, but only for a while. We can free ride on the investments made in the past, but only for a while. Even the richest country in the world ignores the laws of nature and the laws of economics at its peril.
Nobel Prize-winning economist Joseph E. Stiglitz is the coauthor of The Three Trillion Dollar War.Guy Billout has done illustrations for dozens of publications and many children's books.
Illustration: Guy Billout