Sonó una voz por el intercomunicador: “¿Serían tan amables los pasajeros del vuelo 3935, que tenía previsto despegar de Washington (D. C.) con destino a Charleston (Carolina del Sur), de recoger su equipaje de mano y bajar del avión?”.
Los ocupantes del aparato bajaron por la escalinata y se agruparon sobre el asfalto caliente de la pista. Entonces vieron algo ciertamente insólito: las ruedas de la aeronave de US Airways se habían hundido en el pavimento como si este fuera cemento húmedo. En realidad, las ruedas se habían incrustado tan profundamente que el camión que acudió al lugar para remolcar la nave no pudo despegarlas del suelo. La compañía esperaba que, sin el peso añadido de los 35 viajeros de aquel vuelo, el aparato fuera suficientemente ligero para dejarse arrastrar. No fue así. Alguien publicó una foto en internet: “¿Por qué cancelaron mi vuelo? Porque en el Distrito de Columbia hace tantísimo calor que nuestro avión se hundió diez centímetros en el asfalto”.
Finalmente, se trajo un vehículo más grande y potente que –esta vez sí– consiguió remolcar el aparato; el avión despegó por fin, aunque con tres horas de retraso sobre el horario previsto. Un portavoz de la aerolínea culpó del incidente a las “muy poco habituales temperaturas”.
Las temperaturas del verano del 2012 fueron inusualmente elevadas sin duda (también lo habían sido el año anterior y lo continuaron siendo el siguiente). Y la razón de que eso sucediera no es ningún misterio; se debe al derrochador consumo de combustibles fósiles, justamente aquello que US Airways se había propuesto que su avión hiciera a pesar del inconveniente planteado por el asfalto fundido. Semejante ironía –el hecho de que el consumo de combustibles fósiles esté cambiando de manera tan radical nuestro clima que incluso esté obstaculizando nuestra capacidad para consumir más combustibles fósiles– no impidió que los pasajeros del vuelo 3935 reembarcaran y prosiguieran sus respectivos viajes. Tampoco se mencionó el cambio climático en ninguna de las principales crónicas y referencias informativas sobre aquel incidente.
Todos somos pasajeros
No soy yo quién para juzgar a aquellos pasajeros. Todos los que llevamos estilos de vida caracterizados por un consumo elevado, vivamos donde vivamos, somos –metafóricamente hablando– pasajeros de ese vuelo 3935. Enfrentada a una crisis que amenaza nuestra supervivencia como especie, toda nuestra cultura continúa haciendo justamente aquello que causó la crisis, incluso poniendo un poco más de empeño en ello, si cabe. Como la compañía aérea que trajo un camión con un motor más potente para remolcar aquel avión, la economía mundial está elevando su ya de por sí arriesgada apuesta, y está pasando de las fuentes convencionales de combustibles fósiles a versiones aún más sucias y peligrosas de las mismas: betún de las arenas bituminosas de Alberta, petróleo extraído mediante la perforación de aguas oceánicas profundas, gas obtenido por fracturación hidráulica (fracking), carbón arrancado a base de detonar montañas, etcétera.
Mientras tanto, cada nuevo desastre natural “sobrealimentado” por toda esta dinámica genera toda una serie de instantáneas que recalcan la ironía de un clima que es cada vez más inhóspito, incluso para las mismas industrias que más responsables han sido de su calentamiento. Así se vio, por ejemplo, durante las históricas inundaciones del 2013 en Calgary, que provocaron un apagón en las oficinas centrales de las compañías petroleras que explotan las arenas bituminosas de Alberta y que las obligaron a enviar a sus empleados a sus casas, mientras un tren que transportaba derivados del petróleo inflamables estaba suspendido a duras penas sobre las vías de un puente ferroviario que se desmoronaba por momentos. (...)
Convivir con esta especie de disonancia cognitiva es simplemente una parte más del hecho de que nos haya tocado vivir este discordante momento de la historia, en el que una crisis que tanto nos hemos esforzado por ignorar nos está golpeando en plena cara y, aun así, optamos por doblar nuestra apuesta precisamente por aquellas cosas que son la causa misma de la crisis.
Yo misma negué el cambio climático durante más tiempo del que me gustaría admitir. Sabía que estaba pasando, claro. No iba por ahí defendiendo como Donald Trump y los miembros del Tea Party que la sola continuación de la existencia del invierno es prueba suficiente de que la teoría es una patraña. Pero no tenía más que una idea muy aproximada y poco detallada, y apenas leía en diagonal la mayoría de las noticias al respecto, sobre todo, las que más miedo daban. Me decía a mí misma que los argumentos científicos eran demasiado complejos y que los ecologistas ya se estaban encargando de todo. Y continuaba comportándome como si no hubiera nada malo en el hecho de que llevara en mi cartera una reluciente tarjeta que certificaba mi condición de miembro de la “élite” del club de los viajeros aéreos habituales. (...)
El cambio climático no ha sido nunca tratado como una crisis por nuestros dirigentes, aun a pesar de que encierre el riesgo de destruir vidas a una escala inmensamente mayor que los derrumbes de bancos y rascacielos. Los recortes en nuestras emisiones de gases de efecto invernadero que los científicos consideran necesarios para reducir sensiblemente el riesgo de catástrofe son tratados como poco más que sutiles sugerencias, medidas que pueden aplazarse por tiempo más o menos indefinido. Es evidente que el hecho de que algo reciba la consideración oficial de crisis depende tanto del poder y de las prioridades de quienes detentan ese poder como de los hechos y los datos empíricos. Pero nosotros no tenemos por qué limitarnos a ser simples espectadores de todo esto: los políticos no son los únicos que tienen el poder de declarar una crisis. Los movimientos de masas de gente corriente también pueden hacerlo.
La esclavitud no fue una crisis para las élites británicas y norteamericanas hasta que el abolicionismo hizo que lo fuera. La discriminación racial no fue una crisis hasta que el movimiento de defensa de los derechos civiles hizo que lo fuera. La discriminación por sexo no fue una crisis hasta que el feminismo hizo que lo fuera. El apartheid no fue una crisis hasta que el movimiento anti-apartheid hizo que lo fuera.
De igual modo, si un número suficiente de todos nosotros dejamos de mirar para otro lado y decidimos que el cambio climático sea una crisis merecedora de niveles de respuesta equivalentes a los del Plan Marshall, entonces no hay duda de que lo será y de que la clase política tendrá que responder, tanto dedicando recursos a solucionarla como reinterpretando las reglas del libre mercado que tan flexiblemente sabe aplicar cuando son los intereses de las élites los que están en peligro. (...)
Un ‘shock’ de origen popular
He escrito este libro porque llegué a la conclusión de que la llamada “acción climática” podía proporcionar precisamente ese raro factor catalizador.
Pero también lo he escrito porque el cambio climático puede ser el catalizador de toda una serie de muy distintas y mucho menos deseables formas de transformación social, política y económica.
He pasado los últimos 15 años inmersa en el estudio de sociedades sometidas a shocks o conmociones extremas, provocadas por debacles económicas, desastres naturales, atentados terroristas y guerras. Y he analizado a fondo cómo cambian las sociedades en esos periodos de tremenda tensión, cómo esos sucesos modifican (a veces, para bien, pero, sobre todo, para mal) el sentido colectivo de lo que es posible. Tal como comenté en mi anterior libro, La doctrina del shock, durante las últimas cuatro décadas, los grupos de interés afines a la gran empresa privada han explotado sistemáticamente estas diversas formas de crisis para imponer políticas que enriquecen a una reducida élite: suprimiendo regulaciones, recortando el gasto social y forzando privatizaciones a gran escala del sector público. También han servido de excusa para campañas extremas de limitación de los derechos civiles y para escalofriantes violaciones de los derechos humanos.
Y no faltan indicios que nos induzcan a pensar que el cambio climático no sería una excepción en lo relativo a esa clase de dinámicas; es decir, que en vez de para incentivar soluciones motivadoras que tengan probabilidades reales de impedir un calentamiento catastrófico y de protegernos de desastres que, de otro modo, serán inevitables, la crisis será aprovechada una vez más para transferir más recursos si cabe a ese 1 por ciento de privilegiados.
Las fases iniciales de ese proceso son ya visibles. Bosques comunales de todo el mundo están siendo convertidos en reservas y viveros forestales privatizados para que sus propietarios puedan recaudar lo que se conoce como “créditos de carbono”, un lucrativo tejemaneje al que me referiré más adelante.
Hay también un mercado en auge de “futuros climáticos” que permite que empresas y bancos apuesten su dinero a los cambios en las condiciones meteorológicas como si los desastres letales fuesen un juego en una mesa de crap de Las Vegas (entre 2005 y 2006, el volumen del mercado de derivados climáticos se disparó multiplicándose por cinco: de un valor total de 9.700 millones a 45.200 millones de dólares). Las compañías de reaseguros internacionales están recaudando miles de millones de dólares en beneficios, procedentes en parte de la venta de nuevos tipos de planes de protección a países en vías de desarrollo que apenas han contribuido a crear la crisis climática actual, pero cuyas infraestructuras son sumamente vulnerables a los efectos de la misma.
Y, en un arrebato de sinceridad, el gigante de la industria armamentística Raytheon explicó que “es probable que crezcan las oportunidades de negocio de resultas de la modificación del comportamiento y las necesidades de los consumidores en respuesta al cambio climático”. Entre tales oportunidades se incluye no solo una mayor demanda de los servicios privatizados de respuesta a los desastres que ofrece la compañía, sino también “la demanda de sus productos y servicios militares ante la posibilidad de que aumente la preocupación por la seguridad a consecuencia de las sequías, las inundaciones y los temporales debidos al cambio climático”. Merece la pena que recordemos esto siempre que nos asalten las dudas en torno a la emergencia real de esta crisis: las milicias privadas ya se están movilizando. (...)
Pero ¿qué deberíamos hacer en realidad con un miedo como el que nos provoca el hecho de vivir en un planeta que se muere, que se va haciendo menos vivo cada día que pasa? En primer lugar, aceptar que el temor no se va a ir sin más y que es una respuesta perfectamente racional a la insoportable realidad de vivir en un mundo agonizante, un mundo que muchos de nosotros estamos contribuyendo a matar al practicar actividades y costumbres tan nuestras como hacer el té, ir en coche a hacer la compra diaria y, sí, reconozcámoslo, tener hijos.
A continuación, aprovecharlo. El miedo es una respuesta de supervivencia. El miedo nos impulsa a correr, a saltar; el miedo puede hacernos actuar como si fuéramos sobrehumanos. Pero tiene que haber un sitio hacia el que correr. Si no, el miedo solamente es paralizante. Así que el truco de verdad, la única esperanza, es dejar que el horror que nos produce la imagen de un futuro inhabitable se equilibre y se alivie con la perspectiva de construir algo mucho mejor que cualquiera de los escenarios que muchos de nosotros nos habíamos atrevido a imaginar hasta ahora.
Sí, perderemos algunas cosas, y algunos de nosotros tendremos que renunciar a ciertos lujos. Industrias enteras desaparecerán. Y ya es demasiado tarde para intentar evitar la llegada del cambio climático: está aquí, junto a nosotros, y nos encaminamos hacia desastres crecientemente brutales, hagamos lo que hagamos. Pero no es demasiado tarde aún para conjurar lo peor y queda tiempo todavía para que cambiemos a fin de que seamos mucho menos brutales los unos para con los otros cuando esos desastres nos azoten. Y eso, me parece a mí, merece mucho la pena.
Porque si alguna ventaja tiene una crisis así de grande y generalizada es que lo cambia todo. Cambia lo que podemos hacer, lo que podemos esperar, lo que podemos exigirnos de nosotros mismos y de nuestros líderes. Significa que muchas de las cosas que nos han dicho que eran inevitables simplemente no lo son. Y significa que muchas de las cosas que nos han dicho que eran imposibles tienen que empezar a ser realidad desde ya.
¿Podemos conseguirlo? Lo único que sé es que no hay nada inevitable. Nada, eso sí, excepto que el cambio climático lo transforma todo. Y, aunque solo sea durante un brevísimo tiempo en el futuro más inmediato, la naturaleza de ese cambio depende todavía de nosotros.
NAOMI KLEIN