2010/04/10

Abstencionistas con Mockus/Fajardo
Los múltiples escándalos que rodearon ocho años de uribismo—parapolítica, yidispolítica, falsos positivos, agroingreso seguro, chuzadas, topes rebasados de proyectos de reelección—muestran la cara de un gobierno que no vacila a la hora de sacrificar ciertos principios básicos del estado de derecho en aras de la conservación del poder. En este contexto, la aparición de Mockus/Fajardo en la escena política colombiana representa un recordatorio de que los principios que rigen la democracia no son (o no deben ser) letra muerta
Creo que lo que se está gestando entre algunos segmentos de la ciudadanía alrededor de la candidatura del binomio Mockus/Fajardo a la presidencia de Colombia bien amerita que aplace la entrega final de la serie Falacias para un futuro cercano, y que aborde en esta entrada lo que me parece más sobresaliente de este novedoso y prometedor fenómeno político. Adelanto una disculpa para quienes esperaban la clausura de un capítulo abierto hace ya algunos meses—si tales hay. En contrapartida, hoy les ofrezco una serie de reflexiones que, espero, les sean de provecho para meditar su próximo voto.

Es importante que comience con una confesión: a mis 32 años, jamás he votado. A muchos les parecerá una terrible e indignante omisión; a mí, la verdad, no me lo parece. Muchos se inclinarán a pensar que, dada mi nula actividad como votante, estoy mal situado para hacer comentarios sobre política colombiana, como ya anteriormente he hecho en este blog. Pero esto es falaz; pues o es un ad hominem o pone en tela de juicio mi libertad de opinión. El que yo no haya votado no me inhabilita para tener (potencialmente buenas) opiniones políticas. Lo mismo vale para cualquier persona.

Como yo, somos muchos los colombianos que no hemos votado nunca. De hecho, es probable que seamos más que los que han votado en al menos una ocasión. Por supuesto, no trataré de brindar una explicación de este hecho. Ello no me compete (no soy politólogo ni sociólogo). A mí me compete hoy aquí hablar en primera persona. Sin embargo, es probable que algunas personas se vean reflejadas en lo que escribo, y es a esas personas a quienes hoy me dirijo con especial interés. Pues creo, abstencionistas, que ha llegado la hora de salir a votar.
Desde mi adolescencia, la política colombiana me ha parecido—desde un punto de vista estrictamente moral—un universo bastante repulsivo. Si me permiten: una infame conjunción de canallas dispuestos a todo con tal de que sus crasos intereses prevalezcan. La idea de que el objetivo de la clase política no consiste en fomentar el crecimiento del país, sino el de su personal cartera (y la de sus socios) recibe un sostenido respaldo con el pasar de los gobiernos. La toma de control de ciertas instituciones públicas es esencial para llevar a cabo tal objetivo, y las elecciones son la ocasión idónea para proceder a esta toma de control. Desde esta perspectiva, los votantes contribuyen con su voto a que la clase política mantenga el control de aquellos precisos organismos que le facilitan mantener o acrecentar su poder.

Naturalmente, no votar no contribuye a ningún cambio (al menos no en la forma en que el juego de la democracia está actualmente planteado); pero asimismo, creo, tampoco contribuye al status quo. En cambio, votar en Colombia sí ha representado una suerte de espaldarazo al status quo, en la medida en que las opciones de voto, hasta hace poco básicamente las mismas, eran para ser juzgadas con circunspección. Concedo, siempre se puede votar en blanco. Nuestra constitución prescribe que si los votos en blanco representan la mayoría absoluta con respecto a los votos válidos, las elecciones habrán de repetirse una sola vez, con nuevos candidatos o listas (cuando éstas no hayan obtenido el umbral específico). Reconozco que ésta es una sabia norma. Sin embargo, hay un factor que, me parece, desconoce el Parágrafo 1º del Art. 258 del noveno Título de nuestra constitución. Y es que la fuente de descontento del electorado puede no radicar en los candidatos (o listas) per se, sino en los candidatos (o listas) en tanto candidatos (o listas) de ciertos partidos políticos. Es consistente con la línea argumentativa trazada líneas arriba que alguien sea reticente para votar amparado en la creencia de que el hecho de que fulanito es el candidato del partido X (para cualquier X) es suficiente para desacreditar a fulanito. Para alguien con esta creencia, votar en blanco sería tan útil (o inútil) como no votar, de suerte que si esa persona decidiera votar en blanco, votaría sólo por el gesto, es decir, para expresar su convicción en el valor del voto, del modo en que llevar hasta sus últimas consecuencias un partido que se sabe perdido expresa, en algunas ocasiones, una convicción en el valor de la lucha en el fútbol. No obstante, para hombres de poca fe (como yo), quienes votan en blanco en este sentido simplemente expresan de manera diferente—y quizá un poco menos grandilocuente—el mismo descontento e incredulidad que expreso yo al no votar. En última instancia, si todo se reduce a expresiones igualmente inefectivas de cierto escepticismo con respecto a la forma de hacer política en Colombia, ¿qué haría que una de estas formas fuese superior a la otra? Mi respuesta es: nada.

El lector precavido habrá advertido que una de las premisas de mi argumento contiene una importante cualificación: digo que “votar en Colombia sí ha representado una suerte de espaldarazo al status quo, en la medida en que las opciones de voto, hasta hace poco básicamente las mismas, eran para ser juzgadas con circunspección”. Hasta hace poco básicamente las mismas—¿significa esto que creo que existe ahora una manera de votar que no represente un espaldarazo a la depredación de Colombia por parte de sus dirigentes? Mi respuesta es: sí. La notable excepción del Partido Verde.

La candidatura de Mockus/Fajardo parece provocar un entusiasmo similar al que llevó a Obama a la presidencia de los Estados Unidos. Un entusiasmo por marcar un hito. Mockus/Fajardo plantea una renovación de la forma de gobernarnos que pasa por una transformación de nuestro rol como ciudadanos: respetar y promover la ley, la transparencia, la racionalidad, las libertades civiles, el respeto al medio ambiente. En este sentido, y a diferencia de cualquier otra, la de Mockus/Fajardo es una campaña que se fundamenta en un llamado a la conciencia del individuo. Más que una apuesta política, Mockus/Fajardo plantea una apuesta moral: es posible transformar nuestra sociedad desde adentro, transformando nuestros valores. Tal altura de miras es sin duda una característica completamente propia a la propuesta del PV que me parece merecer la más grande atención.

El PV parte de una perspectiva crítica: somos nosotros los responsables de que estemos como estamos. Nosotros permitimos la parapolítica et al.; nosotros permitimos la corrupción que asola el país. En democracias más consolidadas, un escándalo como el de la parapolítica o el de los falsos positivos habría desencadenado una serie de renuncias que, probablemente, habría contenido al mismo presidente; pero en Colombia, contra toda sana lógica, se llegó a promover la segunda reelección de quien fuera el beneficiario (directo o indirecto) de tales violaciones de la ley. Pienso que sería muy saludable reconocer que no hicimos nada al respecto, cuando pudimos haber marcado una diferencia.

Si llegamos a este punto de honestidad con nosotros mismos entonces, creo, estaremos en capacidad de apreciar el valor del surgimiento del PV, y hasta el abstencionista más recalcitrante debería reconocer que el tablero del ajedrez electoral colombiano cuenta hoy entre sus filas con una inusitada y promisoria pieza, una pieza que le permite jugar sin por ello, de manera indirecta, ser partícipe del holocausto colombiano.

En filosofía política, dos viejas corrientes de pensamiento se contraponen desde hace varios siglos. El realismo acentúa que el propósito último del gobernante es su permanencia a la cabeza del poder político. Según esta perspectiva, la acción políticamente virtuosa es aquella que conserva o acrecienta el poder del gobernante (probablemente provocando el menor daño posible). A esta corriente de pensamiento se opone la posición idealista, según la cual el principal fin del gobernante no tiene nada que ver con el poder, sino con la justicia. El poder político es apenas un medio para la obtención de una sociedad justa, igualitaria. En importantes aspectos, el panorama político actual de Colombia parece responder a la pertinaz pugna entre realismo e idealismo político. Los múltiples escándalos que rodearon ocho años de uribismo—parapolítica, yidispolítica, falsos positivos, agroingreso seguro, chuzadas, topes rebasados de proyectos de reelección—muestran la cara de un gobierno que no vacila a la hora de sacrificar ciertos principios básicos del estado de derecho en aras de la conservación del poder. En este contexto, la aparición de Mockus/Fajardo en la escena política colombiana representa un recordatorio de que los principios que rigen la democracia no son (o no deben ser) letra muerta. Voto por eso.

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