Monseñor Miguel Ángel Builes, Álvaro Uribe Vélez y Laureano Gómez. / Archivo
El expresidente Uribe es una metáfora visual: el hombre que domina la bestia; el héroe a caballo, de plaza pública, que no deja caer el producto de exportación lícita más significativo del país. Se suele pensar en la metáfora como un recurso propio del hombre de letras, con potencial creativo. No obstante, a veces puede resultar del azar, del reciclaje de las analogías que toda sociedad acumula en el cajón.
No hay causa perdida es la autobiografía de Álvaro Uribe Vélez, redactada por Brian Winter. Dios, patria y familia son los hilos conductores de su narración, predecible para cualquier lector medianamente informado sobre las características del protagonista. Para empezar, los célebres “tres huevitos” (frágiles, empollados por una gallina, ave asociada con la cobardía) son una desafortunada imagen poética que parece haber quedado en evidencia bajo la lupa de los editores de Penguin, pues la reemplazaron por el “Triángulo de la confianza”… más parecido a una pirámide, sólida, un referente de mayor elaboración.
(No sobra aclarar que saberse considerado como “una especie de Bruce Wayne [Batman] suramericano”, según afirma el texto, no es precisamente una metáfora). ¿Cuál es el ciclo de vida útil de las imágenes creadas por un discurso político?, ¿acaso mueren?, ¿resucitan?, ¿son recicladas?, ¿evolucionan?, ¿se autoinmunizan? El método de la comparación ofrece algunas respuestas.
No es ingenuo que No hay causa perdida intente elevar la figura de Uribe Vélez al nivel de dos grandes líderes colombianos del siglo XX: Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán; como tampoco es gratuito que establezca una diferencia esencial entre los tres: el expresidente Uribe ha salido bien librado de múltiples atentados, como si detrás de su supervivencia hubiera una Voluntad Superior. ¿A quién se parece, en realidad, el Álvaro Uribe Vélez de No hay causa perdida?
En La restauración conservadora 1946-1957, cuarta compilación de la Cátedra de Pensamiento Colombiano de la Universidad Nacional, la investigadora Ángela Uribe Botero explica cómo la metáfora puede ser una herramienta para minimizar las características que definen al contradictor. El poder simplificador de la metáfora estigmatiza y a la vez incita a la acción en contra de quien se considera una amenaza, porque profesa una ideología diferente.
Uribe Botero analiza el modo en que las pastorales de Miguel Ángel Builes se valen de la metáfora para simplificar lo complejo, mostrando un atributo y escondiendo otros: “No hay muchos y variados liberalismos, sino uno”, escribió monseñor, insinuando así que el pensamiento liberal es simple, sin matices ni diversas manifestaciones. También resalta la manera en que la metáfora puede configurar un mundo peligroso. ¿Cómo? Cuando en determinados contextos se convierte en letanía, la efectividad de la analogía aumenta. Por ejemplo, si se repite en momentos claves como oficios religiosos, en el caso de Builes; o triunfos militares, en el de Uribe.
En 1936, monseñor Miguel Ángel Builes, obispo de Santa Rosa de Osos, redactó el “Manifiesto de los prelados de Colombia al pueblo católico” para responder a la propuesta de reforma constitucional del entonces mandatario, Alfonso López Pumarejo. El proyecto liberal buscaba, entre otros objetivos, suprimir el nombre de Dios como autoridad estatal e instituir la libertad de cultos. El poder del discurso de Builes logró que el proyecto de López, la “Revolución en Marcha”, fuera mirado como una amenaza a la justicia (según él, mediada por la creencia en Dios): “Llegado el momento de hacer prevalecer la justicia, ni nosotros, ni nuestro clero, ni nuestros fieles permaneceremos inermes ni pasivos”.
La metáfora fue su instrumento para estigmatizar a los liberales y convertirlos en “encarnaciones del diablo, en lastres pestilentes”. “Para que veáis que no se puede ser liberal y católico a la vez”, advertían sus pastorales. “El liderazgo tiene que saber nadar contra la corriente que otros quieren imponer y perseverar para cambiarla”, afirma No hay causa perdida.
Estos fragmentos no sólo insinúan que quien habla es portador de una verdad irrefutable, sino que le dan una forma única al otro: de enemigo. Quien es distinto debe virar hacia la verdad absoluta que profesan Builes y Uribe. Es la evocación del memorable Evangelio de Mateo: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama”.
Es por eso que, tal vez, el mayor peligro de este lenguaje está en su carácter polarizador. Por eso ambos discursos (el de Builes y el de Uribe Vélez) han logrado, cada uno en su tiempo, penetrar hasta la capa más profunda de la sociedad: la conversación familiar, de amigos, en la mesa del comedor. “Los contextos de polarización política, con frecuencia, suelen presentarse de manera que lo que se produce es esta suerte de psicosis”, dice, sobre el caso de Builes, Ángela Uribe Botero.
Para monseñor, quien no es conservador, es liberal (sinónimo para él, de pecador y comunista). El otro para Álvaro Uribe Vélez no son sólo los militantes políticos de la izquierda ni los miembros de las Farc: quien no es uribista, es antiuribista. No hay términos medios.
Tanto en las pastorales como en la autobiografía prevalece la presencia de un ungido, un salvador. Escribió Builes: “Soy, pues, vuestro padre, hermanos míos; pero por lo mismo que el padre es por imposición misma de la naturaleza maestro y guía de sus hijos, heme aquí como guía y doctor de vuestras almas”.
“Pido al Creador que me permita deliberar hasta el día final con amor a Colombia […] como un compromiso con el derecho de las nuevas generaciones a vivir en una patria de rectitud, bienestar y equidad”, reflexiona el expresidente. Y recuerda que la gente clamaba: “¡Gobernador, no se detenga, por favor! […] Su política es lo único que nos salva”.
La gravedad de las implicaciones del discurso que unge es evidente: “En la Colombia que gobernábamos la ley se aplicaba a todo el mundo”. Sin ese Uribe Vélez, en plural (el “nosotros”, forma característica de la oralidad caudillista), la ley cambia. La legitimidad está dada por Uribe y no por la aplicación de la norma misma.
La misma compilación de la Cátedra de Pensamiento Colombiano presenta un análisis del idilio que, en la tradición literaria, es el género poético que se caracteriza por la idealización de la vida campesina y del paisaje rural.
El profesor David Jiménez Panesso aclara: “Pertenece a la esencia misma del idilio la estetización de las relaciones sociales y su elaboración en un lenguaje de reconciliación. Lo interesante está en el traslado de ese lenguaje idealizado al terreno del lenguaje político”.
A través de la fuerza idealizadora de la retórica, Laureano Gómez buscaba establecer un paralelismo entre el orden de la naturaleza y el orden moral. Para tal propósito, Gómez acude a figuras de las parábolas evangélicas como las malezas, la cizaña del odio y la cosecha del bien.
“Deben arrancarse de los corazones ingenuos las cizañas del odio que en ellos sembró el enemigo nocturno y amenazan sofocar la cosecha del bien con la agrura del resentimiento”, dice Gómez.
Por supuesto, si hay un idilio, un paraíso, debe haber una amenaza, un apocalipsis que el presidente conservador crea para la justificación de actos políticos partidistas y atacar el proyecto moderno de López Pumarejo.
Es “la destrucción del mundo idílico por una fuerza externa”, explica Jiménez Panesso. En el caso de la biografía de Uribe, el idilio atraviesa todo el relato: “Alberto Uribe Sierra [su padre] fue un habitante de esa otra Colombia […] un paraíso para hombres hechos a pulso”.
“Esta fue la Colombia que les entregué a nuestros sucesores: una Colombia que no era un paraíso, una Colombia que aún tenía muchos problemas serios, pero una Colombia que estaba avanzando en la dirección correcta”. Es claro que la dirección hacia ese paraíso la demarca Álvaro Uribe Vélez.
“Cuando el sol brilla y la violencia se reduce, Colombia puede ser un paraíso”. El sol es Uribe, el paraíso es Colombia bajo su autoridad. El expresidente antioqueño también dibuja la amenaza: “El país mejoró, eliminamos unos grupos terroristas, debilitamos otros, pero su voracidad criminal persiste. La culebra está viva”.
Aquí persiste el símil: la serpiente que tienta, que incita al pecado, y podría llevar a los colombianos a la expulsión del paraíso. “Vamos a quitarle al país la plaga de estos bandidos”. Con el uso del habitual lenguaje mediático castrense, Uribe retoma la figura de la “plaga”, el castigo bíblico que Dios impone a quienes no le obedecen: incluso la existencia de la guerrilla se configura como designio divino.
¿Acaso el idilio, presente de principio a fin en No hay causa perdida, asemeja a Laureano Gómez y a Álvaro Uribe Vélez? Aunque Gómez y Uribe defienden las tradiciones y el proyecto conservador (con las banderas del “liberalismo” o como “independiente”, el líder del Puro Centro Democrático es profundamente conservador en su discurso), su talante es absolutamente distinto.
El primero ataca sin piedad el proyecto moderno, defiende los valores basados en los preceptos del catolicismo y la tradición conservadora heredada de Miguel Antonio Caro. Uribe no le teme a un proyecto político moderno, que sustituya la democracia por formas de autoridad como la fuerza, y legitime modalidades de poder no legítimas (como las Convivir).
Laureano Gómez era un lector asiduo. Aunque basado en “dogmas inexorables”, se aventuró en el campo de la crítica de la obra de León de Greiff, de Porfirio Barba Jacob y García Lorca. De Barba Jacob, por ejemplo, concluye que “las personas normales y decentes” no pueden sino arrojar a la basura su libro de versos. También recurre a la estigmatización: “Para ser gran poeta a la manera de García Lorca no se necesita saber nada ni someterse a ninguna regla ni disciplina. Basta ser gitano y tener poca vergüenza”.
Cuando narra la muerte del padre Antonio Bedoya en San Francisco, Uribe Vélez recuerda que
Carlos Gaviria Díaz, su maestro de la Universidad de Antioquia, le dijo: “He oído que el Ejército mató al padre Antonio”. El expresidente le respondió que había visto con sus “propios ojos” el asesinato a manos de la guerrilla. Sin embargo, en la página anterior había relatado: “Al darme la vuelta para subir al helicóptero escuché las primeras detonaciones”, se arrastró hacia una zanja y luego corrió agachado al helicóptero. (¿Cómo vio con “sus propios ojos” si dio la vuelta y estaba huyendo?).
Entonces concluye: “Gaviria insistió en su interpretación de los acontecimientos. Pero Dios siempre recompensa la verdad”. La falsedad como estigma unida al nombre de Dios como garante de su versión de los hechos.
Acorde con el contenido de su autobiografía y de su discurso público, el acervo literario de Álvaro Uribe Vélez está constituido por lecturas académicas, básicas. Las citas de personajes célebres al comienzo de cada uno de los seis apartes de No hay causa perdida son sólo introductorias, casuales, no presentan ningún vínculo conceptual con el texto que preceden.
El texto no ofrece homenajes literarios implícitos que sugieran la conexión de Álvaro Uribe Vélez con alguna corriente estética. Sin embargo, en la autobiografía se vale de su habilidad para memorizar discursos de líderes famosos, como Jorge Eliécer Gaitán; y de encuentros con Gabriel García Márquez y Débora Arango, para ilustrar su cercanía con la cultura nacional.
De otro lado, Gómez y Uribe comparten el recurso de aludir sin nombrar, como forma de anular la existencia del otro. Laureano Gómez califica el arte vanguardista como una “indecente farsa”, citando como ejemplo a Diego Rivera. En ese sentido, dice: “Ha embadurnado los muros de un edificio público de Medellín con una copia y servil imitación de la manera y procedimientos del mexicano”. Hace referencia a Pedro Nel Gómez, sin mencionar su nombre.
Uribe opta por no mencionar con nombre propio a los periodistas y “analistas de relaciones internacionales” que lo contradicen. Habla de medios, no de individuos. “Tal vez soy un romántico incorregible […] pero siempre me he negado a aceptar que Colombia sea una causa perdida…”.
No hay causa perdida es la parábola, épica, de un redentor cuya causa es Colombia. Y seguirá perdida, según el texto, sin la presencia de Álvaro Uribe Vélez.
* *Rubén Sierra (editor), ‘La restauración conservadora 1946-1957’, Bogotá, Cátedra de Pensamiento Colombiano, Universidad Nacional de Colombia Sede Bogotá, 2012, 422 páginas.
*Álvaro Uribe Vélez y Brian Winter, ‘No hay causa perdida’, Estados Unidos, Celebra-Penguin Group, 2012, 344 páginas.