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Capital social
¿Para qué sirve una selecta red de contactos? Desde la vida doméstica en el comunismo soviético hasta las comunicaciones en tiempos de Twitter, las redes sociales han conformado un rico y no siempre valorado capital.
Mi madre conocía bien el valor del capital social, aunque probablemente nunca había escuchado el término. En la Unión Soviética, donde ella vivía y donde yo crecí, no se podía sobrevivir sin él. Ella intercambiaba capital social a diario y, gracias a ello, a pesar de ser una viuda con poco dinero, a pesar de no tener una posición elevada ni pertenecer a la clase “privilegiada” (el Partido Comunista), podía darle una vida relativamente buena a su familia. Nunca tuvimos que preocuparnos por tener suficiente comida; mi hermana y yo siempre vestimos a la moda (al menos según los estándares soviéticos), tomamos clases de música y danza, fuimos a buenos colegios, pasamos los veranos en la playa, acudimos a conciertos y, por lo demás, disfrutamos de una vida que parecía estar muy lejos de nuestros recursos. ¿Cómo podía mi madre darnos todas esas cosas? Ciertamente no podía pagarlas con su mísero salario como doctora en una clínica del gobierno en Odesa, Ucrania. Lo que daba cuenta de su habilidad para darnos una vida relativamente confortable, aunque no lujosa, era el capital social –redes de relaciones con amigos y conocidos–.
Aunque no había carne en ninguna tienda de la ciudad, mi madre la conseguía regularmente (junto a otras provisiones) a través del gerente de un supermercado, que era también el esposo de una colega cercana. Entré a la escuela de música a cambio de que mi madre tratase al director de la misma. Podíamos conseguir medicinas occidentales porque mi madre era amiga del dueño de una gran farmacia local. Nuestro apartamento estaba siempre lleno de gente a la que mi madre aconsejaba, diagnosticaba, trataba y recetaba. Nunca se intercambiaba dinero. Siempre consciente de las purgas de Stalin o del caso fabricado contra la supuesta conspiración de los doctores judíos para envenenar a la dirigencia soviética, mi madre tenía demasiado miedo como para ejercer la medicina privada de manera clandestina o aceptar dinero por sus servicios. Siempre decía que “con mi suerte, sería la primera detenida”. La gente que podía ser vista de forma regular en nuestra casa, o cuyas casas visitaba para proporcionar servicios médicos, representaba los sustitutos para el dinero. Ellos y muchas otras “conexiones” que creó a lo largo de los años eran su acceso a variados recursos, desde bienes tangibles como comida, medicinas y ropa, hasta información, servicios y apoyo emocional.
La anterior historia no era única. A nuestro alrededor, en medio de tiendas vacías, salarios bajos, pésimas cifras de productividad y una infraestructura decadente, la gente parecía llevar vidas normales de “clase media”. A un economista le resultaría difícil explicarlo examinando las estadísticas económicas o paseando por los almacenes y tiendas rusos de los años sesenta y setenta. De hecho, los visitantes de la Unión Soviética siempre se asombraban ante la diferencia entre lo que veían en las tiendas del Estado –estanterías vacías o llenas de cosas que nadie quería– y aquello que veían en la casa de la gente: buenos muebles y mesas llenas de comida.
Lo que salvaba la diferencia era la economía informal, una economía impulsada más por el capital social que por el financiero. Esa economía estaba fuertemente anclada en el millar de relaciones que la gente como mi madre usaba para adquirir bienes, servicios, información, educación y otras muchas cosas. No lo hacían conscientemente –nadie les enseñaba cómo aumentar su red o sus contactos de la manera que los especialistas en márketing nos enseñan ahora–, solo lo hacían para sobrevivir. La red de relaciones sociales era una estructura invisible que permeaba la vida económica y hacía que aquella sociedad en concreto funcionase.
El capital social cumplió un papel crítico en la vida económica de la Unión Soviética y hoy en día continúa haciéndolo en muchos países pobres. Teodor Shanin, eminente sociólogo, ha inventado una especialidad llamada peasantology (“campesinología”), que estudia cómo sobrevive la gente en las economías informales. Shanin argumenta que los campesinos viven en una estructura económica completamente distinta al capitalismo o el socialismo, cuyo elemento clave es la existencia de una densa y vibrante red social y familiar que da a sus miembros acceso a los recursos necesarios. Hace años, los investigadores observaron por primera vez el fenómeno en África, donde no encontraron ninguna explicación económica para la forma como subsistía la mayoría de la población. Carecían de tierras. No parecían tener ingreso alguno.
Los economistas marxistas y los teóricos del mercado siempre han descartado este tipo de actividades por encontrarlas marginales. Sin embargo, Shanin argumenta que es difícil verlas como marginales cuando media humanidad vive así. De hecho, muchos investigadores, como Manuel Castells y Robert Putnam, han demostrado que el capital social también juega un papel importante en las economías desarrolladas. Sin embargo, desterramos de nuestro pensamiento y de nuestras interacciones económicas, con mucha frecuencia, el capital social y las nociones de recursos no monetarios. Es más, podemos ver toda la historia del desarrollo económico como un largo camino que expulsa lo local, lo familiar, lo personal y lo social de las relaciones económicas, y lo reemplaza con interacciones económicas profesionales, impersonales, altamente institucionalizadas, centradas en el intercambio de una sola forma de capital: la moneda. Es difícil negar que esto ha dotado nuestra vida económica de una gran eficiencia y se ha traducido en el crecimiento espectacular de aquellas sociedades que han seguido ese camino. En el proceso hemos construido organizaciones y estructuras regulatorias que nos han permitido expandir las que previamente eran relaciones económicas con personas conocidas, a menudo familiares, hasta incluir a extranjeros anónimos, permitiendo así la unión de recursos más allá de geografías y límites sociales. Las organizaciones que hemos creado y que hoy dominan el terreno de la economía, de las cuales la sociedad de responsabilidad limitada es el máximo colofón, fueron grandes innovaciones en su momento y nos han facilitado buena parte de nuestra prosperidad. Han aumentado cuantiosamente la escala de las interacciones económicas y, al mismo tiempo, se han convertido en apoderadas institucionales del tipo de fe que antes reservábamos para nuestros vecinos y familiares.
Aunque no había carne en ninguna tienda de la ciudad, mi madre la conseguía regularmente (junto a otras provisiones) a través del gerente de un supermercado, que era también el esposo de una colega cercana. Entré a la escuela de música a cambio de que mi madre tratase al director de la misma. Podíamos conseguir medicinas occidentales porque mi madre era amiga del dueño de una gran farmacia local. Nuestro apartamento estaba siempre lleno de gente a la que mi madre aconsejaba, diagnosticaba, trataba y recetaba. Nunca se intercambiaba dinero. Siempre consciente de las purgas de Stalin o del caso fabricado contra la supuesta conspiración de los doctores judíos para envenenar a la dirigencia soviética, mi madre tenía demasiado miedo como para ejercer la medicina privada de manera clandestina o aceptar dinero por sus servicios. Siempre decía que “con mi suerte, sería la primera detenida”. La gente que podía ser vista de forma regular en nuestra casa, o cuyas casas visitaba para proporcionar servicios médicos, representaba los sustitutos para el dinero. Ellos y muchas otras “conexiones” que creó a lo largo de los años eran su acceso a variados recursos, desde bienes tangibles como comida, medicinas y ropa, hasta información, servicios y apoyo emocional.
La anterior historia no era única. A nuestro alrededor, en medio de tiendas vacías, salarios bajos, pésimas cifras de productividad y una infraestructura decadente, la gente parecía llevar vidas normales de “clase media”. A un economista le resultaría difícil explicarlo examinando las estadísticas económicas o paseando por los almacenes y tiendas rusos de los años sesenta y setenta. De hecho, los visitantes de la Unión Soviética siempre se asombraban ante la diferencia entre lo que veían en las tiendas del Estado –estanterías vacías o llenas de cosas que nadie quería– y aquello que veían en la casa de la gente: buenos muebles y mesas llenas de comida.
Lo que salvaba la diferencia era la economía informal, una economía impulsada más por el capital social que por el financiero. Esa economía estaba fuertemente anclada en el millar de relaciones que la gente como mi madre usaba para adquirir bienes, servicios, información, educación y otras muchas cosas. No lo hacían conscientemente –nadie les enseñaba cómo aumentar su red o sus contactos de la manera que los especialistas en márketing nos enseñan ahora–, solo lo hacían para sobrevivir. La red de relaciones sociales era una estructura invisible que permeaba la vida económica y hacía que aquella sociedad en concreto funcionase.
El capital social cumplió un papel crítico en la vida económica de la Unión Soviética y hoy en día continúa haciéndolo en muchos países pobres. Teodor Shanin, eminente sociólogo, ha inventado una especialidad llamada peasantology (“campesinología”), que estudia cómo sobrevive la gente en las economías informales. Shanin argumenta que los campesinos viven en una estructura económica completamente distinta al capitalismo o el socialismo, cuyo elemento clave es la existencia de una densa y vibrante red social y familiar que da a sus miembros acceso a los recursos necesarios. Hace años, los investigadores observaron por primera vez el fenómeno en África, donde no encontraron ninguna explicación económica para la forma como subsistía la mayoría de la población. Carecían de tierras. No parecían tener ingreso alguno.
Los economistas marxistas y los teóricos del mercado siempre han descartado este tipo de actividades por encontrarlas marginales. Sin embargo, Shanin argumenta que es difícil verlas como marginales cuando media humanidad vive así. De hecho, muchos investigadores, como Manuel Castells y Robert Putnam, han demostrado que el capital social también juega un papel importante en las economías desarrolladas. Sin embargo, desterramos de nuestro pensamiento y de nuestras interacciones económicas, con mucha frecuencia, el capital social y las nociones de recursos no monetarios. Es más, podemos ver toda la historia del desarrollo económico como un largo camino que expulsa lo local, lo familiar, lo personal y lo social de las relaciones económicas, y lo reemplaza con interacciones económicas profesionales, impersonales, altamente institucionalizadas, centradas en el intercambio de una sola forma de capital: la moneda. Es difícil negar que esto ha dotado nuestra vida económica de una gran eficiencia y se ha traducido en el crecimiento espectacular de aquellas sociedades que han seguido ese camino. En el proceso hemos construido organizaciones y estructuras regulatorias que nos han permitido expandir las que previamente eran relaciones económicas con personas conocidas, a menudo familiares, hasta incluir a extranjeros anónimos, permitiendo así la unión de recursos más allá de geografías y límites sociales. Las organizaciones que hemos creado y que hoy dominan el terreno de la economía, de las cuales la sociedad de responsabilidad limitada es el máximo colofón, fueron grandes innovaciones en su momento y nos han facilitado buena parte de nuestra prosperidad. Han aumentado cuantiosamente la escala de las interacciones económicas y, al mismo tiempo, se han convertido en apoderadas institucionales del tipo de fe que antes reservábamos para nuestros vecinos y familiares.
Hemos triunfado en el arte de operar a niveles mucho más allá de la aldea local y de los límites de las relaciones sociales. Sabemos cómo organizar gente y recursos con el fin de maximizar los ingresos financieros. A lo largo del camino, hemos desarrollado un conjunto de teorías y prácticas administrativas que se han convertido en biblias para generaciones enteras de hombres y mujeres trabajadores. Y la cultura corporativa que creamos se extiende más allá del reino de los negocios. Como indica Doug Rushkoff en Life Inc., el corporativismo o pensamiento corporativo ha impregnado nuestra cultura, lenguaje, organizaciones filantrópicas, escuelas y medios. Se ha vuelto nuestra manera de pensar cómo hacer las cosas. Casi no podemos concebir un mundo sin organigramas jerárquicos, declaraciones de misiones, departamentos y conjuntos claros de reglas e incentivos empresariales.
Todo ello está a punto de cambiar. La informática y las tecnologías de la comunicación no solo nos están conectando a una aldea global, a un cerebro global, sino que añaden una nueva capa a nuestras interacciones y hacen posible que nos comprometamos con nuevos tipos de transacciones entre nosotros, más allá de los límites organizacionales existentes. Hacen posible crear y acceder a una confianza que antes subcontratábamos con las corporaciones. Y además están sacando del anonimato un buen número de transacciones económicas. Podemos obtener nuevos niveles de conocimiento acerca de extraños al seguir sus divagaciones en Twitter, ver sus amigos en Facebook, buscar sus reputaciones como compradores y vendedores en eBay, medir sus contribuciones a Wikipedia o ver sus videos en YouTube. Podemos darles directamente dinero a personas y proyectos atractivos que encontremos en Kiva.org, antes que confiarlo a bancos que lo invierten anónimamente sin que nosotros tengamos voz en el asunto. Incluso las relaciones públicas están cambiando: desde una práctica basada en las declaraciones públicas o los comunicados oficiales hasta el creciente murmullo de la gente adecuada dentro de la red social de cada uno. Estamos proporcionando un nivel completamente nuevo de sociabilidad, familiaridad y conexión a nuestras interacciones económicas, reorganizándolas, por ejemplo, en torno a nuestras conexiones sociales en lugar de hacerlo contra las mismas.
Pero las conexiones sociales alrededor de las que nos organizamos son distintas de las relaciones cara a cara con las que crecieron nuestros antepasados. Estamos siendo testigos del ascenso de lo que yo llamo una sociabilidad basada en la información –una sociabilidad que deriva de nuestra habilidad para conseguir acceso directo a gente extraña y para despojarla del anonimato, y por esa vía a los rastros de información que deja tras de sí, lo cual permite conocer muchos aspectos de ella: intereses, reputación, contribuciones en línea, gustos musicales, incluso preferencias a la hora de comprar–. En ese proceso, la razón de ser de muchos tipos de organizaciones que hemos creado a lo largo de los últimos siglos –organizaciones que necesitábamos para unir recursos y permitir transacciones entre extraños anónimos– está desapareciendo. Amplificados por la inteligencia colectiva, por el acceso y los recursos inmersos en las conexiones sociales que establecemos con muchas otras personas, somos cada vez más capaces de lograr el tamaño y el alcance que antes solo podían conseguir grandes organizaciones.
Empujada por la sociabilidad basada en la información, la próxima década dará paso a muchos nuevos modelos organizativos, nuevas formas de moneda y nuevas prácticas laborales. Al mismo tiempo, necesitaremos crear nuevas estructuras regulatorias que se adapten a formas de organización sustentadas en la conectividad social y la familiaridad. ¿Recuerdan el viejo adagio “Mantén las relaciones sociales lejos del trabajo”?. El nuevo adagio es: “Lo social es negocio, tráelo”.
Todo ello está a punto de cambiar. La informática y las tecnologías de la comunicación no solo nos están conectando a una aldea global, a un cerebro global, sino que añaden una nueva capa a nuestras interacciones y hacen posible que nos comprometamos con nuevos tipos de transacciones entre nosotros, más allá de los límites organizacionales existentes. Hacen posible crear y acceder a una confianza que antes subcontratábamos con las corporaciones. Y además están sacando del anonimato un buen número de transacciones económicas. Podemos obtener nuevos niveles de conocimiento acerca de extraños al seguir sus divagaciones en Twitter, ver sus amigos en Facebook, buscar sus reputaciones como compradores y vendedores en eBay, medir sus contribuciones a Wikipedia o ver sus videos en YouTube. Podemos darles directamente dinero a personas y proyectos atractivos que encontremos en Kiva.org, antes que confiarlo a bancos que lo invierten anónimamente sin que nosotros tengamos voz en el asunto. Incluso las relaciones públicas están cambiando: desde una práctica basada en las declaraciones públicas o los comunicados oficiales hasta el creciente murmullo de la gente adecuada dentro de la red social de cada uno. Estamos proporcionando un nivel completamente nuevo de sociabilidad, familiaridad y conexión a nuestras interacciones económicas, reorganizándolas, por ejemplo, en torno a nuestras conexiones sociales en lugar de hacerlo contra las mismas.
Pero las conexiones sociales alrededor de las que nos organizamos son distintas de las relaciones cara a cara con las que crecieron nuestros antepasados. Estamos siendo testigos del ascenso de lo que yo llamo una sociabilidad basada en la información –una sociabilidad que deriva de nuestra habilidad para conseguir acceso directo a gente extraña y para despojarla del anonimato, y por esa vía a los rastros de información que deja tras de sí, lo cual permite conocer muchos aspectos de ella: intereses, reputación, contribuciones en línea, gustos musicales, incluso preferencias a la hora de comprar–. En ese proceso, la razón de ser de muchos tipos de organizaciones que hemos creado a lo largo de los últimos siglos –organizaciones que necesitábamos para unir recursos y permitir transacciones entre extraños anónimos– está desapareciendo. Amplificados por la inteligencia colectiva, por el acceso y los recursos inmersos en las conexiones sociales que establecemos con muchas otras personas, somos cada vez más capaces de lograr el tamaño y el alcance que antes solo podían conseguir grandes organizaciones.
Empujada por la sociabilidad basada en la información, la próxima década dará paso a muchos nuevos modelos organizativos, nuevas formas de moneda y nuevas prácticas laborales. Al mismo tiempo, necesitaremos crear nuevas estructuras regulatorias que se adapten a formas de organización sustentadas en la conectividad social y la familiaridad. ¿Recuerdan el viejo adagio “Mantén las relaciones sociales lejos del trabajo”?. El nuevo adagio es: “Lo social es negocio, tráelo”.
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