Henry Darger falleció en Chicago un día de 1973. Era un hombre nonagenario, cuya vida adulta había transcurrido entre una sucesión de trabajos utilitarios en hospitales católicos de la ciudad (conserje, lavador de platos, ayudante de cocina), la misa a la que asistía a diario y una soledad monacal. Justo antes de morir, Darger le dijo al dueño de la habitación arrendada donde había vivido por 40 años que podía tirar todo lo que allí encontrara. Como cuenta la historia ya legendaria, el propietario (Nathan Lerner, fotógrafo y diseñador industrial del grupo Bauhaus de Chicago), encontró, como quien se tropieza con un huérfano entre los escombros, los trece volúmenes de un manuscrito iluminado colosal conocido hoy por el título abreviado
Los reinos de lo irreal entre pilas polvorientas de objetos encontrados, botellas viejas de
Pepto-Bismol, bolas de tramilla, cajas con cascajos de lápiz, docenas de directorios telefónicos, recortes de revista, robustos diarios personales y registros cotidianos del clima.
El mundo alterno que Darger imaginó narra la rebelión de las valientes hermanas Vivian, siete preadolescentes níveas y dulces como el algodón de azúcar, contra los villanos de la historia, los crueles soldados de una nación atea que esclaviza a los niños. Esta epopeya es la inspiración de más de trescientos
collages y dibujos hechos con acuarelas de pastilla en paneles de papel de manila, donde Darger ilustró escenas extraídas de las aventuras de sus heroínas utilizando material impreso (libros para colorear, cómics, avisos publicitarios) para trazar las formas con papel carbón en composiciones originales. La obra de Darger fluctúa sin reparo entre escenas bucólicas de cuento de hadas y descripciones minuciosas de una guerra perversa y sanguinaria. También hay giros extravagantes: a saber, muchas veces las niñas están representadas desnudas, revelando partes masculinas. Todos estos elementos disímiles se condensan, sin embargo, en un conjunto lírico y persuasivo; un universo hasta hoy inquebrantable.
Un año antes de la muerte de (enlace)
Darger,
el historiador de arte inglés Roger Cardinal publicó un libro titulado
Outsider Art (cuya traducción al español equivaldría a arte marginal o forastero o literalmente arte “de afuera”).
En teoría, el término se refiere a obras de arte creadas por personas que a causa de un impedimento social, físico o una condición psiquiátrica, se han formado al margen de la sociedad y sin conciencia de la historia o el mercado del arte. En los mejores casos, el resultado de ese aislamiento son obras agresivamente únicas, que rompen las reglas por no conocerlas, que no son respuesta ni continuación de una tradición establecida y que son el producto de una necesidad vital y profundamente personal. El libro de Cardinal fue la introducción al inglés del término francés
art brut, acuñado en 1945 por el artista francés Jean Dubuffet (con el apoyo inicial de otras figuras como Max Ernst y André Breton), que se refería a un arte “crudo,” no impulsado por el ego, creado por individuos sin educación artística formal, a menudo analfabetos y no adoctrinados por la cultura dominante
. Dubuffet creía que el art brut (“cuando el arte olvida su nombre”) era una expresión de la creatividad en su forma más pura, desinhibida y poderosa, y por lo tanto un antídoto contra el sistema retrógrado de las artes plásticas. La inspiración de Dubuffet fue un estudio sistemático (el primero de su tipo) sobre el arte de los enfermos mentales publicado en 1922 por el psiquiatra e historiador del arte alemán Hans Prinzhorn, cuyo núcleo es el estudio de diez casos de artistas psicóticos que el autor llama maestros esquizofrénicos. La evolución del término en la cultura anglosajona desde Cardinal ha estado más en manos del mercado del arte que de la academia, por lo que tiende a ser más laxo y con frecuencia incorpora categorías como el arte folclórico y autodidacta. A lo largo de este proceso, se ha ido formando el canon heterogéneo del arte
outsider. Por un lado, están los pacientes psiquiátricos, como Adolf Wölfli (1864–1930), Martín Ramírez (1895-1963) y Arthur Bispo do Rosário (1909-1989), por otro lado están los creadores autodidactas como Bill Traylor (1854-1949) y Henry Darger (1892-1973).
Wölfli, un obrero suizo diagnosticado con esquizofrenia, creó una mitología personal en miles de composiciones espesamente ornamentadas, pobladas con reyes, palacios, iglesias, plantas que hablan, mapas ficticios y escrituras minuciosas que a menudo incluyen notas musicales. Allí, el artista inventó una nueva historia de su infancia e imaginó un futuro ilustre para su
alter ego St. Adolf II, todo en los confines del asilo Waldau en Bern e incentivado por el doctor Walter Morgenthaler, quien publicó un célebre estudio monográfico sobre
(enlace) Wölfli.
Ramírez era un ranchero mexicano que emigró a California, y tras tener una primera crisis de esquizofrenia, fue internado en el DeWitt State Hospital, de donde nunca salió. Tarmo Pasto, un psicólogo y artista que trabajó allí, descubrió que Ramírez escondía dibujos hechos en trozos de papel amancillados entre su ropa para evitar que los botaran en la basura, y le ofreció materiales y la posibilidad de conservar su trabajo. Desde entonces, (enlace) Ramírez
creó obras que representan elementos destilados de la cultura popular mexicana, incluidos caballeros en montura y vírgenes adornadas, así como espacios pictóricos solitarios y laberínticos (túneles, carreteras, ferrovías) creados por medio de un complejo sistema de líneas paralelas. Do Rosário nació en Japaratuba, Brasil, y antes de ser admitido a tratamiento psiquiátrico en el hospital de la Colonia Juliano Moreira en Río de Janeiro por creerse San José, había sido marinero y boxeador. (enlace) Do Rosário,
Arthur Bispo Do Rosário, vestido con su ‘Manto de Apresentação’.
quien aseguraba que sus creaciones eran parte de una misión enviada por Dios, transformó camas de hospital en carrozas celestiales, bicicletas en ruedas de la fortuna, creó montajes con escobas, botellas, botones y cucharas, bordó mensajes en sábanas, colchas, uniformes viejos y ropa de asilo. Traylor nació esclavo en una plantación de Alabama y antes de los 85 años el único trazo que había hecho sobre papel era una X para firmar su nombre.
En los pocos años que vivió como hombre libre después de la emancipación, (enlace) Traylor
produjo cerca de 1.500 dibujos en grafito, tinta, crayola, acuarela y pintura de carteles sobre cartón y papel encontrado; representaciones abstraídas de animales y figuras sencillas o composiciones más complejas donde varias siluetas interactúan, muchas veces figurando escenas cíclicas de persecución y brutalidad.
Hoy, tras un proceso de legitimación a mano de curadores, galeristas, coleccionistas y académicos, el mundo del arte outsider crece con fuerza. Quizá por eso son cada vez más evidentes sus problemas inherentes como término y concepto. En primer lugar, la rúbrica outsider no agrupa material que constituya un movimiento ni un género. En cambio, se enfoca exclusivamente en el artista y su “circunstancia,” promoviendo las obras como una ventana para la inspección voyerista de una otredad radical. La figura del artista outsider, en efecto, se alimenta del arquetipo del artista loco consolidado en el Romanticismo; de la idea de que un genio creativo excepcional es un iconoclasta y su mente no encaja con los parámetros de la normalidad. Sin embargo, esta es una herramienta que artistas que se han desarrollado dentro del sistema, como Yayoi Kusama, han incorporado a su identidad artística y a su proceso creativo, de la misma manera que los surrealistas estimulaban la irracionalidad explorando la antilógica de los sueños y la escritura automática. A la luz de esto, y en la medida en que se convierte en institución, el término outsider raya peligrosamente en una forma de segregación; una manera de apilar perezosamente las obras de artistas (verdaderamente) psicóticos o discapacitados bajo una designación genérica.
El concepto de un arte outsider (como heredero directo del art brut) cumplió una función específica a un momento histórico. Los artistas vanguardistas de la primera mitad del siglo pasado querían hacer del arte un objeto democrático y un vehículo transgresor que desbancara las normas heredadas con la tradición. La idea de un arte puro, nacido en las trincheras de la humanidad y en la sombra del continuum de la historia del arte encajaba perfectamente con este propósito. Pero, si el arte Outsideres por definición algo que nace por fuera del sistema oficial, el hecho de que éste lo haya acogido es, en un sentido esencial, la relativización del concepto utópico, como un conjuro que se rompe con el acto de nombrar su objeto. Esta es la paradoja central del arte Outsider, y si el nombre persiste por cuestiones prácticas, la naturaleza divisiva del concepto es difícilmente sostenible en el contexto de un mundo híper-conectado, donde maestros como Darger o Ramirez, así como los llamados Outsiders contemporáneos, se exhiben en los mismos espacios que el arte académico, entablando un dialogo.
El caso de Judith Scott se encuentra justo en esta intersección. Los objetos escultóricos por los que la artista es mejor conocida (el eje central de la actual muestra en el Brooklyn Museum), son completamente abstractos, incluso herméticos, en tanto que la interacción entre forma, textura y color excede el impulso de considerar la biografía del creador como método principal de interpretación, al contrario del trabajo de otros
Outsiders. Scott nunca aprendió el lenguaje de signos y vivió en estado casi vegetal hasta los 44 años, cuando su hermana gemela, quien nació sin ningún impedimento, la matriculó en un taller de arte para personas discapacitadas. Allí, Scott comenzó a envolver objetos de todo tipo (palos, tubos plásticos, sillas, incluso un carro de supermercado) con tupidas capas tejidas con tela, hilo, lana, cuerda o fibras sintéticas y adornadas con ganchos, pernos, cables y otros materiales encontrados.
El producto final de esta elaboración barroca son piezas que dejan entrever cosas retorcidas bajo una superficie petrificada o que insinúan formas orgánicas atrofiadas: nidos que se han cerrado sobre sí mismos o capullos monstruosos. Aunque (enlace)
Scott murió
sin conocer el significado que el resto del mundo asocia con las palabras arte y artista, su obra se sostiene a la par con la de cualquier creador contemporáneo y ha sido señalada como influencia por artistas como Rosemarie Trockel.
Lo que pasa con casos menos extremos de Outsiders actuales, lo expresa muy bien el artista George Widener, un “savant” de cálculos matemáticos (condición del espectro autista donde la persona tiene una habilidad prodigiosa en un área específica), quien crea complejos calendarios y palíndromos en obras de técnica mixta a partir de sistemas numéricos basados en fechas y eventos históricos. “Yo era absolutamente un Outsideral principio, pero en ese entonces no sabía lo que significaba,” dice Widener. “Ahora, años después, soy consciente de que la gente va a ver y a comprar las obras, pero esto no impide que mis ideas tomen su propia dirección. En este momento, me gustaría que me definieran como un artista autodidacta que tiene una biografía inusual, aunque sí creo que tengo una conexión con el arte Outsider y mi obra lo es en tanto nunca he dejado de escuchar los patrones, los números y las fechas que vienen a mí… Estas cosas no son blanco y negro”.
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